Sherlock Holmes

Fragmento de “El hombre del labio torcido” de Arthur Conan Doyle. Cuenta el doctor Watson:

Habían arreglado para nosotros una pieza amplia con dos camas. Yo me metí rápidamente en una de ellas, pues estaba agotado luego de nuestra noche de aventuras. Sherlock Holmes, en cambio, era un hombre que, cuando tenía en mente un problema aún sin resolver, podía pasarse días, incluso semanas, en vela, dándole vueltas, reorganizando los hechos, viéndolo desde todos los ángulos posibles hasta que lograba comprenderlo del todo, o bien se convencía de que su información era insuficiente. Pronto me fue evidente que él se estaba preparando para pasar la noche sentado. Se sacó el abrigo y el chaleco, se puso una larga bata azul y luego caminó por la pieza tomando los almohadones de su cama y los cojines de los sillones y el sofá. Con todo esto armó una suerte de diván oriental sobre el que se acomodó con las piernas cruzadas. Dispuso frente a él una onza de tabaco y una caja de fósforos. Bajo la débil luz de la lámpara lo vi sentado, con una vieja pipa de brezo en la boca y los ojos fijos y ausentes mirando el techo, con el humo ascendiendo en volutas azules, en silencio, inmóvil, con la luz alumbrando sus marcadas facciones aguileñas. Así lo dejé cuando caí dormido, y así lo volví a encontrar cuando una repentina exclamación me despertó y vi que un sol veraniego iluminaba la pieza. La pipa seguía entre sus labios, las volutas de humo seguían subiendo y la habitación estaba cubierta por una densa bruma de tabaco, pero nada quedaba ya de la onza de hierba que yo había visto la noche anterior.
“¿Ya despierto, Watson”, me preguntó.
“Sí”.
“¿Preparado para una mañana de excursión en coche?
“Por supuesto”.

Traducción: Cristóbal Joannon (2009)