Soy un fumador de pipa principiante. Sumo cuarenta cargas desde que encendí mi primer tabaco mes y medio atrás. Una pipa diaria, poco más o menos. Mis primeros dos intentos, distantes el uno del otro lo que tardé en recargar el hornillo, los emprendí con tal empeño y ansiedad que al cabo de unas pocas horas fui presa de una intoxicación por nicotina cuyos efectos fueron comparables a los de una indigestión severa. Tras cuatro días de abstinencia volví a la carga haciendo uso esta vez de cierta recomendación experta que me fue de gran provecho –no sólo por su contribución al buen fumar sino por sus consecuencias secundarias, nada desdeñables– que quisiera compartir con todo aquel que se inicie en estas fumarolas con igual ignorancia y voluntad. En su esencia, la sabia indicación estribaba en olvidarse de que se está fumando para conducir la atención hacia cualquier forma de pensamiento abstracto que distraiga la excesiva y ansiosa conciencia sobre el fumar en sí. “La pipa es el perro de caza del pensador”, me sentenció aquella vez Méndez. Ahora pienso mientras fumo; divago, más bien. Y, cosa curiosa, los de mi casa al verme humear absorto en esa multiplicidad de preguntas y resoluciones interiores que no responden a ninguna necesidad, como que se dicen para sí “éste tiene algo serio que pensar” y, contrariamente a lo que ocurre cuando escribo o leo con solemne gravedad pero sin la pipa en los labios, me dejan solo y sumido en mis grises digresiones.
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